A mi esposa le encantan las antigüedades. A mí no. (Me resultan un poco viejas.) Pero como amo a mi esposa, a veces me encuentro guiando a tres niñas por un negocio de antigüedades mientras Denalyn hace compras.
Tal es el precio del amor.
El secreto de la supervivencia en un negocio de reliquias es encontrar una silla y un viejo libro y acomodarse para soportar la larga jornada. Eso fue lo que hice ayer. Luego de advertir a las niñas que miraran con sus ojos, no con sus manos, me senté en una mullida mecedora con algunas revistas Life de los años cincuenta.
Fue en ese momento que escuché la música. Música de piano. Música bella. De la obra de Rogers y Hammerstein. Las colinas adquirían vida con el sonido de la destreza de alguien en el teclado.
Giré para ver quién tocaba, pero no podía ver a nadie. Me incorporé y me acerqué. Un pequeño grupo de oyentes se había juntado ante el viejo piano vertical. Entre los muebles podía ver la pequeña espalda del pianista. ¡Vaya, sólo es un niña! Dando unos pasos más pude ver su cabello. Corto, rubio y gracioso como… ¡Sorprendente, es Andrea!
Nuestra hija de siete años estaba sentada al piano recorriendo con sus manos el teclado de punta a punta. Quedé anonadado. ¿Qué regalo del cielo es este que pueda tocar de tal manera? Se habrá activado algún gen que ella heredó de mi familia. Pero al acercarme más, pude ver el verdadero motivo. Andrea «tocaba» un piano automático. No producía la música; la seguía. No tenía el control del teclado, sino que intentaba seguir el ritmo. Aunque parecía ejecutar la canción, en realidad, sólo intentaba seguir el ritmo de una canción ya escrita. Cuando una tecla se hundía, sus manos disparaban.
¡Ah, pero si pudieras haber visto su pequeño rostro, alegre y risueño! Ojos que danzaban del mismo modo que lo habrían hecho sus pies de haber sido posible ponerse de pie y tocar al mismo tiempo.
Me daba cuenta del porqué estaba tan feliz. Se sentó con la intención de tocar «Chopsticks», 1 pero en lugar de eso tocó «The Sound of Music». 2 Aun más importante era que resultaba imposible que fracasara. Uno más grande que ella determinaba el sonido. Andrea tenía la libertad de tocar todo lo que quisiese, sabiendo que la música nunca sufriría.
No es de sorprenderse que se regocijase. Tenía por qué hacerlo. También nosotros.
¿No nos ha prometido Dios lo mismo? Nos sentamos ante el teclado, dispuestos a ejecutar la única canción que sabemos, pero descubrimos una nueva canción. Una canción sublime. Y nadie se sorprende más que nosotros cuando nuestros esfuerzos endebles se transforman en momentos melodiosos.
Tú tienes una, ¿lo sabes?, una canción completamente tuya. Cada uno de nosotros la tiene. La única pregunta es: ¿la tocarás?
De paso, al mirar cómo «tocaba» Andrea ese día en la tienda de antigüedades observé un par de cosas.
Noté que el piano recibía todo el crédito. La multitud reunida apreciaba los esfuerzos de Andrea, pero conocía la verdadera fuente de la música. Cuando Dios obra, sucede lo mismo. Es posible que aplaudamos al discípulo, pero nadie sabe mejor que el propio discípulo quién en realidad merece la alabanza.
Pero eso no impide que el discípulo se siente en la banqueta. Por cierto que no impidió que Andrea se sentase al piano. ¿Por qué? Porque sabía que no era posible que fracasase. Incluso sin entender cómo funcionaba, sabía que lo hacía.
Así que se sentó al teclado… y fue una experiencia memorable.
Aun cuando es posible que no entiendas cómo obra Dios, sabes que lo hace.
De modo que adelante. Arrima una banqueta, siéntate al piano y toca.
(extraído de Max Lucado: "Cuando Dios susurra tu nombre")