noviembre 09, 2008

Sinceridad

Hace mucho tiempo, un emperador convocó a todos los solteros del reino pues era tiempo de buscar pareja a su hija. Todos los jóvenes asistieron y el rey les dijo: “Os voy a dar una semilla diferente a cada uno de vosotros, al cabo de seis meses deberán traerme en una maceta la planta que haya crecido, y la planta más bella ganará la mano de mi hija, y por ende el reino”.

Así se hizo, pero entre ellos hubo un joven que plantó su semilla y esta nunca llegó germinar. Mientras tanto, todos los demás participantes del singular torneo no paraban de hablar y de mostrar las hermosas plantas y flores que iban apareciendo en sus macetas.

Llegaron los seis meses y todos los jóvenes desfilaban hacia el castillo con hermosísimas y exóticas plantas. Nuestro héroe estaba demasiado triste pues su semilla nunca llegó a dar señales de vida, por lo que ni siquiera quería presentarse en el palacio. Sin embargo, sus amigos y familiares lo animaron e insistieron tanto que tomando valor decidió culminar el torneo mostrando con sinceridad el fruto de su semilla a lo largo de ese tiempo.

Todos los jóvenes hablaban de sus plantas, y al ver a nuestro amigo soltaron en risa y burla. Fue en ese momento cuando el alboroto fue interrumpido por el ingreso del rey. Todos hicieron su respectiva reverencia mientras el soberano se paseaba entre todas las macetas admirando los resultados.

Finalizada la inspección hizo llamar a su hija, y llamó de entre todos al joven que llevó su maceta vacía. Atónitos, todos esperaban la explicación de aquella acción. El rey dijo entonces: “Este es el nuevo heredero del trono y se casará con mi hija, pues a todos ustedes se les dio una semilla infértil, y todos trataron de engañarme plantando otras plantas, pero este joven tuvo el valor de presentarse y mostrar su maceta vacía, siendo sincero, real y valiente, cualidades que un futuro rey debe tener y que mi hija merece”.

Cuando nos acerquemos al Señor mostrémonos tal como somos. De todos modos, Él ya nos conoce. ¿Para qué simular?

Marcos 4:22 “Porque no hay nada oculto que no haya de ser manifestado, ni secreto que no haya de descubrirse.”

septiembre 10, 2008

La canción del trovador

A mi esposa le encantan las antigüedades. A mí no. (Me resultan un poco viejas.) Pero como amo a mi esposa, a veces me encuentro guiando a tres niñas por un negocio de antigüedades mientras Denalyn hace compras.
Tal es el precio del amor.
El secreto de la supervivencia en un negocio de reliquias es encontrar una silla y un viejo libro y acomodarse para soportar la larga jornada. Eso fue lo que hice ayer. Luego de advertir a las niñas que miraran con sus ojos, no con sus manos, me senté en una mullida mecedora con algunas revistas Life de los años cincuenta.
Fue en ese momento que escuché la música. Música de piano. Música bella. De la obra de Rogers y Hammerstein. Las colinas adquirían vida con el sonido de la destreza de alguien en el teclado.
Giré para ver quién tocaba, pero no podía ver a nadie. Me incorporé y me acerqué. Un pequeño grupo de oyentes se había juntado ante el viejo piano vertical. Entre los muebles podía ver la pequeña espalda del pianista. ¡Vaya, sólo es un niña! Dando unos pasos más pude ver su cabello. Corto, rubio y gracioso como… ¡Sorprendente, es Andrea!
Nuestra hija de siete años estaba sentada al piano recorriendo con sus manos el teclado de punta a punta. Quedé anonadado. ¿Qué regalo del cielo es este que pueda tocar de tal manera? Se habrá activado algún gen que ella heredó de mi familia. Pero al acercarme más, pude ver el verdadero motivo. Andrea «tocaba» un piano automático. No producía la música; la seguía. No tenía el control del teclado, sino que intentaba seguir el ritmo. Aunque parecía ejecutar la canción, en realidad, sólo intentaba seguir el ritmo de una canción ya escrita. Cuando una tecla se hundía, sus manos disparaban.
¡Ah, pero si pudieras haber visto su pequeño rostro, alegre y risueño! Ojos que danzaban del mismo modo que lo habrían hecho sus pies de haber sido posible ponerse de pie y tocar al mismo tiempo.
Me daba cuenta del porqué estaba tan feliz. Se sentó con la intención de tocar «Chopsticks», 1 pero en lugar de eso tocó «The Sound of Music». 2 Aun más importante era que resultaba imposible que fracasara. Uno más grande que ella determinaba el sonido. Andrea tenía la libertad de tocar todo lo que quisiese, sabiendo que la música nunca sufriría.
No es de sorprenderse que se regocijase. Tenía por qué hacerlo. También nosotros.
¿No nos ha prometido Dios lo mismo? Nos sentamos ante el teclado, dispuestos a ejecutar la única canción que sabemos, pero descubrimos una nueva canción. Una canción sublime. Y nadie se sorprende más que nosotros cuando nuestros esfuerzos endebles se transforman en momentos melodiosos.
Tú tienes una, ¿lo sabes?, una canción completamente tuya. Cada uno de nosotros la tiene. La única pregunta es: ¿la tocarás?
De paso, al mirar cómo «tocaba» Andrea ese día en la tienda de antigüedades observé un par de cosas.
Noté que el piano recibía todo el crédito. La multitud reunida apreciaba los esfuerzos de Andrea, pero conocía la verdadera fuente de la música. Cuando Dios obra, sucede lo mismo. Es posible que aplaudamos al discípulo, pero nadie sabe mejor que el propio discípulo quién en realidad merece la alabanza.
Pero eso no impide que el discípulo se siente en la banqueta. Por cierto que no impidió que Andrea se sentase al piano. ¿Por qué? Porque sabía que no era posible que fracasase. Incluso sin entender cómo funcionaba, sabía que lo hacía.
Así que se sentó al teclado… y fue una experiencia memorable.
Aun cuando es posible que no entiendas cómo obra Dios, sabes que lo hace.
De modo que adelante. Arrima una banqueta, siéntate al piano y toca.
(extraído de Max Lucado: "Cuando Dios susurra tu nombre")

junio 19, 2008

Avivamiento

El avivamiento puede venir, pero todo comienza con la oración.

Cada vez que Dios va a hacer algo maravilloso, comienza con una dificultad. Cuando va a hacer algo muy maravilloso, comienza con una imposibilidad. Si mira a su alrededor hoy, creo que estará de acuerdo en que nuestro país parece estar en una situación imposible. Solo Dios podrá salvar nuestras iglesias, nuestras familias y nuestra nación. Y vendrá si comenzamos a orar. Es hora de empezar.

marzo 18, 2008

2 veces

Si Dios nos hizo con dos ojos, dos orejas y una sola lengua es porque se debe escuchar y mirar dos veces antes de hablar.

INSTRUCCIONES PARA DAR CUERDA A UN RELOJ




Piensa en esto: cuando te regalan un reloj te regalan un pequeño infierno florido, una cadena de rosas, un calabozo de aire. No te dan solamente el reloj, que los cumplas muy felices y esperamos que te dure porque es de buena marca, suizo con áncora de rubíes; no te regalan solamente ese menudo picapedrero que te atarás a la muñeca y pasearás contigo. Te regalan -no lo saben, lo terrible es que no lo saben-, te regalan un nuevo pedazo frágil y precario de ti mismo, algo que es tuyo pero no es tu cuerpo, que hay que atar a tu cuerpo con su correa como un bracito desesperado colgándose de tu muñeca. Te regalan la necesidad de darle cuerda todos los días, la obligación de darle cuerda para que siga siendo un reloj; te regalan la obsesión de atender a la hora exacta en las vitrinas de las joyerías, en el anuncio por la radio, en el servicio telefónico. Te regalan el miedo de perderlo, de que te lo roben, de que se te caiga al suelo y se rompa. Te regalan su marca, y la seguridad de que es una marca mejor que las otras, te regalan la tendencia a comparar tu reloj con los demás relojes. No te regalan un reloj, tú eres el regalado, a ti te ofrecen para el cumpleaños del reloj.

Julio Cortázar, Cuentos Completos 1996.

La Breve Historia del Señor Escobillón

El Señor Escobillón se jactaba de ser alguien muy distinguido, no tanto por su trabajo, como por su delgada y alta contextura, y sobre todo, por su inconfundible bigote, sólo digno de un señor de su tipo.



A pesar de esto, el Señor Escobillón, tenía una gran pena: gracias a su inconfundible bigote la señora de la casa lo mantenía constantemente barriendo; la cocina, el baño, los dormitorios y el patio. Cada día, y luego de que la casa estaba limpia, el Señor Escobillón volvía al armario de los útiles de aseo, donde los demás utensilios se burlaban de él:

-¿Cómo fue a ensuciar su bigote, Señor "Escoba"?- se mofaba el trapero.

-¿Y dónde quedó toda su elegancia?- reía gustoso el sopapo.

- Una persona tan distinguida haciendo ese de trabajo - murmuraba el plumero. Y todos reían, gozando de la triste suerte del pobre Señor Escobillón.

Ya cansado de las burlas constantes de los demás, una noche decidió afeitarse el bigote de una vez por todas, para no tener que volver a barrer. Un gran acontecimiento sería cuando ya nadie se burlara de él y volviese a ser tan elegante, como siempre se suponía que fuese.

Temprano por la mañana estaba listo para callar las burlas de todos con su nueva imagen, un Señor Escobillón rejuvenecido sin el bigote. Pero las cosas no fueron como esperaba:

-¡¿Qué es esto?!- graznó la señora de la casa -¡¿qué es lo que le ha pasado a mi escobillón?!- cacareó.

El Señor Escobillón, orgulloso de su nueva apariencia, sólo esperaba el momento en que la señora de la casa comenzara a alabarlo: a decirle lo joven y buen mozo que lucía; lo esplendido que le sentaba el cambio. Sin embargo la respuesta fue muy diferente:

-¡Muy bien!- suspiró la señora –como ya no tienes tu bigote, no me sirves para nada -

Y diciendo estas palabras lo tomó por su largo y espigado cuerpo y lo llevó directo al tacho de la basura, donde lo dejó por inservible.

Desde entonces, una escoba ocupa el lugar y hace el trabajo del elegante Señor Escobillón, de quien ya nadie se acuerda.